Capítulo 12: El regalo del río

La niebla matutina cubría la carretera, suavizando los límites del mundo. Margaret conducía con las ventanillas entreabiertas, el aire fresco rozándole la cara. El sonido del motor era constante, rítmico, como un latido que por fin se calmaba. La carretera se extendía ante ella como una silenciosa cinta gris plateada, y por primera vez en semanas, no perseguía fantasmas. Simplemente conducía a casa.
La carta de David yacía en el asiento del copiloto, junto a ella, doblada con cuidado, con los pliegues desgastados por las tantas veces que la había abierto. Aún podía oír sus palabras en su mente:
No me arrepiento de haberme ido. Estoy agradecida de haber vivido dos veces.
Se habían convertido en una especie de mantra, uno que la tranquilizaba de maneras inesperadas. Su historia había comenzado como un misterio, algo con lo que se había topado por casualidad. Pero ahora, se daba cuenta de que se había convertido en algo más: un espejo que reflejaba su propio anhelo silencioso de sentido, de pertenencia, de paz.
El cruce fronterizo estaba casi vacío esa mañana. El agente le quitó el pasaporte, echó un vistazo al coche y la dejó pasar sin apenas decir palabra. Al cruzar el puente, la niebla se disipó, revelando el río que se extendía abajo: tranquilo, brillante, eterno. Disminuyó la velocidad un instante y miró por la ventana.
El mismo río que David había cruzado hacía cuatro décadas brillaba bajo la luz. Sentía como si llevara algo: recuerdo, tiempo y tal vez incluso perdón.
“Adiós”, susurró en voz baja. “Y gracias”.
De vuelta en su pueblo natal, las calles parecían más pequeñas de lo que recordaba. Los rincones familiares y las fachadas descoloridas de las tiendas ahora tenían una nueva calidez. Pasó por la floristería local y compró un ramo de lirios blancos —los favoritos de Evelyn— antes de dirigirse a la casita azul al final del callejón.
Evelyn abrió la puerta antes de que Margaret pudiera llamar. Su sonrisa era frágil pero llena de vida. “Viniste”, dijo.
“Lo prometí, ¿verdad?”.
La mirada de Evelyn se posó en las flores. Son preciosos. Entra, querida.
La casa estaba más iluminada ahora. Las cortinas estaban corridas y la luz del sol se derramaba por las paredes. Una foto de David, restaurada y enmarcada, reposaba sobre la repisa de la chimenea, junto al pájaro de madera tallada. Margaret sintió una oleada de calidez al verla allí.
Evelyn le hizo un gesto para que se sentara. “Te ves más ligera”, dijo con dulzura.
“Creo que sí”, admitió Margaret. “Es extraño, pero… después de encontrarlo, siento que una parte de mí también encontró algo. Como si finalmente estuviéramos en paz”.
Evelyn asintió. “Le habrías caído bien. Me recuerdas a él, ¿sabes?”.
Margaret sonrió levemente. “¿Cómo?”.
“Esa tranquila determinación. La forma en que miras el mundo, como si siempre estuvieras buscando algo en lo que valga la pena creer”.
Margaret rió suavemente. “Quizás sea cierto. O quizás solo necesitaba algo que me recordara que la vida no se detiene cuando faltan cosas”.
La mirada de Evelyn se suavizó. “No”, dijo. “No. Simplemente cambia de forma.”
Esas palabras —“simplemente cambia de forma”— resonaron en la mente de Margaret. Las recordaba de la carta de David, la frase que había permanecido en su corazón como una oración.
Tomaron té juntos, recordando el viaje: el coche, el restaurante, las personas que habían conocido a David. Cada historia que Evelyn escuchaba parecía disipar otra sombra de su rostro. Por primera vez en años, habló de su hermano sin dolor.
Después de un rato, Evelyn se levantó y cruzó la habitación hacia un pequeño armario. Regresó con una pila de álbumes de fotos viejos, con las páginas desgastadas y descoloridas. “Quiero enseñarte algo”, dijo.
Dentro había fotos de su infancia: David de niño, descalzo junto al río; David a los dieciséis, tocando la guitarra bajo un árbol; David y Evelyn sentados en el capó de la vieja camioneta de su padre, riendo.
Margaret pasó el dedo por una de las fotos. “Tenía la misma mirada”, murmuró. “Esa media sonrisa, como si ya estuviera soñando con algo lejano.”
Evelyn rió suavemente. “Siempre estaba inquieto. Decía que se sentía demasiado grande para un lugar. Creo que por eso se fue. No por rabia ni tristeza, solo necesitaba ver qué más había ahí fuera.”
“Y lo hizo”, dijo Margaret en voz baja. “Lo vio. Lo construyó. Y dejó algo bueno.”
Evelyn asintió, con lágrimas brillando en sus ojos. “Me lo devolviste, Margaret. Nunca podré agradecerte lo suficiente.”
Margaret se inclinó sobre la mesa y le apretó la mano. “No tienes que hacerlo. Él me dio las gracias primero.”
Evelyn sonrió entre lágrimas. “Entonces supongo que estamos a mano.”
Cuando Margaret salió de la cabaña esa tarde, brillaba el sol y el aire olía ligeramente a hierba mojada y lilas. Colocó los lirios en la mesa del porche, junto a la caja de madera, y susurró: «Ya está en casa».
Luego, caminó por el sendero, acompañada por el canto de los pájaros hasta el coche.
Durante varios días, Margaret se encontró visitando el río a las afueras del pueblo. Siempre había estado allí: tranquilo, constante, paciente. El mismo río que fluía hacia el norte, hacia la frontera y más allá.
Se sentaba en el terraplén con su cuaderno, escribiendo sobre todo lo que había aprendido, no solo sobre la vida de David, sino sobre lo que significaba vivir de verdad. Sus anotaciones no eran pulidas ni estructuradas; eran reflexiones honestas y crudas. Algunos días escribía durante horas; otros, simplemente se sentaba, escuchando el suave ritmo del agua. Una tarde, mientras el crepúsculo teñía el cielo de suaves tonos rosa y lavanda, sacó el segundo pájaro de madera que Vicky le había regalado: el gemelo del que descansaba en casa de Evelyn. Le dio vueltas en las manos, sintiendo la suavidad de las alas talladas.
En ese momento, tomó una decisión.
Caminó hasta la orilla del río y se arrodilló. “Lo llevaste una vez”, susurró. “Lleva esto también”.
Depositó el pájaro en la superficie del agua. Se meció suavemente y luego se alejó, arrastrado río abajo por la lenta corriente.
Margaret lo observó hasta que fue solo un punto en la distancia. Entonces, por razones que no pudo explicar, sonrió.
Pasaron las semanas. La vida retomó su ritmo tranquilo: trabajo, recados, tardes de lectura junto a la ventana. Pero algo en su interior había cambiado. Empezó a ser voluntaria en la sociedad histórica local, catalogando archivos antiguos y ayudando a familias a encontrar sus raíces. Cada vez que alguien entraba preguntando por un familiar perdido, sentía esa calidez familiar en el pecho: el recuerdo de seguir una historia desde una fotografía olvidada hasta una tumba junto a un lago.
Una tarde, mientras revisaba una pila de documentos, el bibliotecario, un hombre mayor con gafas redondas, levantó la vista y dijo: “Tienes un don para esto, ¿sabes?”.
Margaret sonrió. “Quizás simplemente me gusta devolver historias a la gente”.
Él asintió pensativo. “Ese es el mejor regalo”.
Más tarde esa noche, dio un paseo por la misma orilla del río donde había liberado el pájaro de madera. El aire estaba quieto, las estrellas se reflejaban perfectamente en la superficie del agua.
En algún lugar río abajo, imaginó que la escultura continuaba su viaje, flotando junto a pueblos, bosques y fronteras, tal vez incluso llegando al lago donde David había contemplado el amanecer.
El pensamiento la llenó de paz.
Respiró hondo, dejando que el aire fresco de la noche llenara sus pulmones. El sonido del agua fluyendo la envolvió como música. “No todos los que se van están perdidos”, murmuró para sí misma, las palabras que una vez estuvieron escritas bajo la fotografía de David en la hemeroteca.
Y allí, de pie, bañada por la luz de la luna, se dio cuenta de algo hermoso: no solo había encontrado su historia. Se había convertido en parte de ella.
El coche esperaba junto a la carretera, con los faros iluminando suavemente el camino. Margaret se giró una última vez para contemplar el río —la corriente interminable, el brillo de las estrellas en su superficie— y susurró: “Gracias”.
Entonces se subió al coche, arrancó el motor y condujo hacia la noche silenciosa, dejando atrás no un final, sino la continuación de todo lo que había comenzado con un solo rollo de película olvidado.