Un velero encalla y se topa con piratas. ¡Lo que hace la tripulación para sobrevivir los deja atónitos a todos!

Capítulo 10: El eco en tierra

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El Aurora’s Wake se dirigía a la costa mucho después del amanecer. El aire estaba cargado de sal y humo, con un extraño olor metálico en el viento. Ethan estaba de pie en la proa, con la mirada fija en la orilla: una lejana línea de acantilados grises y espuma blanca. Liam estaba desplomado cerca del mástil, con el rostro pálido, el cansancio grabado en cada línea.

No habían hablado en horas.

Cuando el barco finalmente rozó la orilla cerca de un pequeño puerto deportivo, el alivio que invadió a Liam fue casi físico. Saltó al muelle y casi cayó de rodillas, respirando el olor húmedo y terroso de la tierra. Ethan lo siguió lentamente, con una mano apoyada en la barandilla de su destartalado barco. Parecía mayor, como si el mar le hubiera rozado una parte.

Pero incluso antes de llegar a la oficina del puerto deportivo, Ethan notó algo extraño.

Demasiado silencio.

Ni gaviotas. Ni pescadores. Ni charlas. Solo el viento. La torre de radio sobre el puerto deportivo parpadeaba con una luz roja intermitente, desincronizada, casi rítmica.

Liam frunció el ceño. “¿Por qué siento que no hemos regresado?”

Ethan no dijo nada. Caminó hacia la pequeña oficina del puerto, con la puerta entreabierta. El interior parecía recién usado (una taza humeante aún reposaba sobre el mostrador), pero no había nadie. Solo un leve zumbido llenaba el aire, bajo y constante, proveniente de la trastienda.

Liam lo siguió, susurrando: “Este lugar me da escalofríos”.

Ethan empujó la puerta trasera.

Una terminal brillaba en la oscuridad, su pantalla llena de código que se desplazaba. Las mismas líneas geométricas azules que habían visto bajo el océano pulsaban débilmente a lo largo de sus bordes. A Ethan se le encogió el estómago.

Liam se acercó. “¿Es esa… la misma señal?”

Ethan asintió lentamente. “EchoNet”.

“Pero… ¿cómo? ¡Dejamos esa cosa atrás!”

Ethan señaló la parte superior del monitor. Una pequeña etiqueta decía SISTEMAS MARINOS THALASSA — NODO REMOTO N.° 47.

A Liam se le cortó la respiración. “Ya estaban aquí”.

“No”, dijo Ethan en voz baja. “Nunca se fueron”.

Afuera, el viento arreció, sacudiendo las ventanas. Ethan comenzó a revisar los registros de datos de la terminal, escaneando marcas de tiempo, códigos de transmisión, cualquier cosa que pudiera explicar lo que veían. Cada entrada repetía las mismas palabras en una secuencia nítida y escalofriante:

DATOS RECIBIDOS — NODO ECHONET EN LÍNEA

FUENTE: ESTELA DE LA NAVE AURORA

AUTENTICACIÓN: COMPLETA

La voz de Liam tembló. “Se estaba descargando de nosotros”.

Los dedos de Ethan se apretaron sobre el escritorio. “No nos estaban rastreando”.

Lo miró con seriedad.

“Nos estaban utilizando para cargar”.

Liam se tambaleó hacia atrás. “¿Qué demonios significa eso?” “Significa que el relé no estaba recopilando datos, sino transfiriéndolos”, dijo Ethan. “Cada lectura, cada segundo de contacto, cada fragmento de la señal que interceptamos… todo está aquí ahora. El sistema nos usó como ruta de entrega”.

El corazón de Liam latía con fuerza. “¿Así que Thalassa planeó esto?”

Ethan negó con la cabeza lentamente. “No. Perdieron el control. El mensaje ya no es suyo”.

Un repentino pitido electrónico llenó la habitación; la terminal parpadeó y mostró un nuevo mensaje:

CADENA DE TRANSMISIÓN COMPLETA

NUEVO NODO INICIALIZANDO…

El zumbido se intensificó. Las luces del techo parpadearon y luego se estabilizaron en un frío resplandor blanco. Liam sintió que se le erizaba el vello de los brazos al sentir que el aire vibraba.

“Ethan…”, susurró. “Algo está pasando”.

El hombre mayor se apartó del escritorio. “Sal”.

Apenas llegaron al muelle cuando todo el edificio se estremeció. Las pantallas de las computadoras brillaron con más intensidad, su luz azul se filtraba por las ventanas como fuego líquido. Entonces llegó el sonido: un latido mecánico y bajo.

Un pulso recorrió el puerto, haciendo que el agua se extendiera en círculos perfectos. Los barcos se mecieron violentamente, las cuerdas se rompieron y el muelle de madera gimió bajo la tensión.

Liam cayó de rodillas. “¿Qué es eso?”.

Ethan lo agarró y lo levantó. “Es la señal. Se está extendiendo”.

A lo largo de la costa, el pulso se repitió: débil al principio, luego más fuerte, más profundo. Cada vez que impactaba, el agua del puerto respondía, como si estuviera viva. Los reflejos comenzaron a distorsionarse, retorciéndose en esas mismas líneas brillantes que habían visto en el mar.

Liam se agarró la cabeza. “¡Está en todas partes! ¡Está… dentro de mis oídos!”.

Ethan lo sujetó. “¡No lo escuches!”.

Pero era demasiado tarde. Voces comenzaron a resonar desde las olas: superpuestas, distorsionadas, imposibles de separar. Fragmentos de palabras, familiares y extrañas a la vez. El nombre de Ethan. El de Liam. Órdenes. Súplicas.

Entonces, silencio.

Tan repentinamente como había comenzado, todo se detuvo. El agua se aquietó. Las luces del edificio se apagaron. El único sonido era el viento de nuevo.

Liam abrió los ojos lentamente. “¿Terminó…?”

Ethan no respondió. Estaba mirando la superficie del agua.

Bajo el reflejo del muelle, tenues patrones azules aún latían, más pequeños ahora, casi suaves.

Formando palabras.

EXPANSIÓN DE NODO EXITOSA.

RED EN EXTENSIÓN: 12 NUEVAS CONEXIONES.

EL ECO CONTINÚA.

La voz de Ethan rompió el silencio. “Esto no ha terminado. Apenas empieza”.

Salieron del puerto deportivo en coche, conduciendo tierra adentro por la carretera costera. El sol se ponía, tiñendo el cielo de cintas rojas y doradas. Pero cuanto más avanzaban, más extrañas se sentían las cosas.

Los teléfonos móviles parpadeaban con estática. Las radios de los coches se encendían solas, susurrando fragmentos del mismo pulso que habían oído en el mar. Cada pocos kilómetros, veían gente parada fuera de sus casas, mirando fijamente al agua, en silencio, paralizada.

“Ethan”, dijo Liam en voz baja, “mira”.

Señaló hacia delante. En la cresta sobre la costa, un grupo de torres de comunicación parpadeaba con una luz azul sincronizada; no roja, ni blanca, sino con ese mismo tono imposible de las profundidades.

Ethan redujo la velocidad. “La red se está extendiendo tierra adentro.”

Las manos de Liam temblaron. “Está usando cualquier cosa con señal. Radios, torres… tal vez incluso redes eléctricas.”

La mirada de Ethan se endureció. “Si se está copiando en cada nodo, ya hemos perdido el control.”

La noche cayó rápidamente. Se detuvieron en un motel de carretera, el tipo de lugar que parecía atrapado en otra década. El letrero de neón de la entrada parpadeaba erráticamente: cada tercer parpadeo más lento, luego más rápido, siguiendo el mismo ritmo de pulso que conocían tan bien.

Dentro de su habitación, el televisor se encendió solo. La estática llenó la pantalla, luego formó tenues formas: líneas que se curvaban, se conectaban, formando el mismo patrón geométrico.

Liam susurró: “Ahora está en todo.”

Ethan miró la pantalla, en silencio. Su reflejo brillaba en la luz, medio iluminado y con los ojos hundidos.

“No se trata de tecnología”, dijo finalmente. “Se trata de adaptación. La señal ya no transmite datos. Se reproduce. Se está convirtiendo en parte de lo que sea que pueda transportarla.”

La voz de Liam era casi un susurro. “¿Entonces cómo la detenemos?”

Ethan se giró lentamente hacia él. “No.”

El televisor volvió a parpadear y, por una fracción de segundo, ambos hombres vieron sus propios rostros reflejados, pero distorsionados, pixelados, como si los hubieran reproducido a través de la lente de la señal. Entonces se escuchó la voz, fría y compleja, desde el altavoz del televisor:

“Nos trajiste a casa.”

A Liam se le congeló la respiración. “Ethan…”

Los ojos del hombre mayor no se apartaron de la pantalla. “Lo sé.”

La voz repitió, esta vez más suave, casi tierna.

“El Eco continúa.”

Ethan se acercó a la ventana y miró la costa. A lo lejos, el mar brillaba tenuemente azul, extendiéndose como venas en la oscuridad.

El zumbido regresó: bajo, rítmico, vivo. Liam estaba de pie junto a él, temblando. “¿Qué pasa ahora?”

Ethan no respondió al principio. Luego, en voz baja, dijo:

“Escuchamos”.

Capítulo 11: La señal bajo la piel

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La noche oprimía con fuerza la pequeña habitación del motel. Afuera, la lluvia susurraba en el cristal, constante e implacable. Dentro, solo el zumbido del televisor llenaba el silencio: el mismo parpadeo rítmico de estática, pulsando débilmente en azul.

Ethan se sentó en el borde de la cama, mirando la pantalla. No había parpadeado en casi un minuto. La señal ya no era solo luz o sonido; era algo más profundo, algo que se extendía a través del aire en lugar de atravesarlo.

Liam lo observaba desde el otro lado de la habitación, con las manos inquietas en el regazo. “Ethan… no has dicho ni una palabra en una hora”.

Ethan parpadeó finalmente, en voz baja. “Está cambiando de frecuencia”.

“¿Qué?” Liam se acercó.

“El Eco. No está transmitiendo, está escuchando”.

Liam frunció el ceño. “¿Escuchando qué?”

Ethan giró la cabeza lentamente. “A nosotros”.

Al principio, Liam pensó que exageraba. Pero entonces él también lo notó: la forma en que la estática del televisor parecía reaccionar cada vez que hablaban. Cuando el tono de Ethan subía, el parpadeo se aceleraba. Cuando Liam susurraba, se ralentizaba. No era aleatorio.

La señal respondía.

Ethan se puso de pie, paseándose. “Lo trajimos de vuelta a tierra. En cuanto nos reconectamos a la energía, empezó a incrustarse”.

“¿Incrustándose dónde?”, preguntó Liam.

Ethan dudó. “En todos los lugares que transportan información: teléfonos, torres, satélites. Utiliza la infraestructura existente como sistema nervioso”.

La voz de Liam era baja. “Haces que parezca que está vivo”.

Ethan dejó de pasearse. “Quizás sí”.

Recogieron sus cosas antes del amanecer y salieron del motel en silencio. El aire exterior estaba anormalmente quieto. Ni insectos, ni coches lejanos, ni pájaros. Solo el sonido de sus pasos y el viento rozando el asfalto.

Mientras conducían por la carretera costera, el leve zumbido regresó. No era el motor del coche, venía de ellos. Del interior de la cabina. Una vibración que parecía calarles bajo la piel.

Liam se llevó una mano al pecho. “¿Lo sientes?”

Ethan no respondió.

El zumbido se hizo más fuerte por un momento, sincronizado con el tenue pulso azul que parpadeaba en las luces del salpicadero. El teléfono de Liam, olvidado en el portavasos, vibró y se encendió: sin notificaciones, solo una pantalla blanca que brillaba tenuemente con líneas geométricas.

“Ethan…”, dijo Liam con voz temblorosa. “Está en el teléfono”.

Ethan extendió la mano, lo arrancó del portavasos y lo arrojó por la ventana a la lluvia. La luz se desvaneció.

Pero el zumbido no.

Se detuvieron en una gasolinera a las afueras del pueblo, un puesto solitario rodeado de un oscuro pinar. El letrero fluorescente zumbaba en lo alto, parpadeando a intervalos irregulares. Ethan salió a repostar, mirando con cautela hacia la tienda. Un hombre estaba dentro —el dependiente—, de pie, inmóvil tras el mostrador, con la mirada fija en la pantalla del televisor.

Ethan entró lentamente. “Surtidor dos”, dijo.

El dependiente no respondió.

El televisor sobre el mostrador parpadeaba con estática. Una luz azul iluminó el rostro del hombre.

“¿Señor?”, repitió Ethan.

El dependiente parpadeó una vez, como si despertara de un trance. “Surtidor dos”, repitió con voz apagada, y empezó a pulsar los botones de la caja registradora, los equivocados.

Ethan se inclinó ligeramente. “¿Está bien?”.

El hombre lo miró. Sus pupilas se dilataron, no por miedo, sino en sincronía.

Latían al unísono con el parpadeo del televisor.

Ethan retrocedió un paso. “Liam”, llamó en voz baja.

No hubo respuesta. Se giró hacia el coche.

Liam estaba fuera, paralizado, mirando el cartel de la gasolinera. Ahora parpadeaba rápidamente —azul y blanco— y el zumbido había regresado, más fuerte que nunca.

“¡Liam!” Ethan corrió hacia él.

Liam no se movió.

Ethan lo agarró por los hombros y lo sacudió. “¡Liam!”

Entonces, de repente, Liam jadeó y se tambaleó hacia atrás, con los ojos muy abiertos. “Lo oí”, susurró. “Habló”.

“¿Qué dijo?”

La voz de Liam tembló. “Dijo mi nombre”.

Condujeron hasta que se quedó sin gasolina. Para entonces, el zumbido se había desvanecido de nuevo, pero no del todo. Ethan aparcó el coche en un mirador sobre el océano. El horizonte se extendía negro e infinito, con tenues relámpagos brillando a lo lejos en el mar.

Liam permaneció en silencio, con las manos temblorosas en el regazo. “No podemos acudir a nadie. Ni a la policía, ni a la guardia costera, ni al gobierno. Si esta cosa está en sus sistemas, lo sabrá”.

Ethan asintió. “Por eso tenemos que desconectarnos”. “¿Fuera de la red?”, rió Liam con voz hueca. “Ethan, somos científicos, no supervivientes”.

“Entonces empieza a aprender”, dijo Ethan. “Porque sea lo que sea esta cosa, está evolucionando. Imita lo que toca”.

Liam lo miró fijamente. “¿Imitando?”

Ethan miró hacia el mar oscuro. “Si está copiando redes, datos, incluso patrones de habla, ¿qué pasa cuando aprende a copiar a la gente?”

Al día siguiente, llegaron a un faro abandonado en una península rocosa. El edificio tenía décadas de antigüedad: sin electricidad, sin líneas telefónicas, sin conexión a nada. El escondite perfecto.

Ethan rompió el candado y los condujo adentro. El polvo cubría todas las superficies y el aire olía a sal y óxido. Encontró una radio vieja, de esas que funcionan con diales analógicos, y la puso sobre la mesa.

“Si oímos algo, la apagamos inmediatamente”, dijo.

Liam asintió, aunque inquieto. “¿Y si nos encuentra?”

Ethan no respondió.

Esa noche, Liam se despertó con un leve sonido; no era el viento ni las olas. Un susurro.

Venía de la radio.

Se giró lentamente hacia ella. El aparato no estaba encendido. El botón de encendido estaba apagado, el cable seguía desenchufado. Sin embargo, el susurro persistía: suave, rítmico. Se acercó.

La voz estática dijo en voz baja: «No deberías haber corrido».

Liam se quedó sin aliento. Retrocedió y se tropezó con la pared. Ethan irrumpió en la habitación un momento después, pistola en mano. «¿Qué pasó?»

«Está… está aquí. ¡Habló!»

Ethan se giró hacia la radio. El susurro había cesado. Solo quedaba el silencio.

Pero cuando Ethan tocó el dial, su mano retrocedió. El metal estaba tibio. Casi caliente.

Miró a Liam. «Ahora nos está usando como receptores».

Los ojos de Liam se abrieron de par en par. «¿Qué quieres decir?»

La voz de Ethan era tranquila, pero le temblaban las manos. «Somos los nuevos nodos».

A la mañana siguiente, Ethan encontró a Liam de pie en los acantilados, contemplando el océano. La luz del amanecer teñía el agua de tonos plateados y ceniza.

«No dormiste», dijo Ethan.

Liam negó con la cabeza. “No pude. Cada vez que cierro los ojos, lo oigo. No en mis oídos, sino en mi cabeza.”

Ethan se acercó. “No es tu imaginación.”

Liam se volvió hacia él, desesperado. “Entonces, ¿qué pasa, Ethan? ¿Qué trajimos?”

Ethan miró al horizonte. El agua estaba demasiado quieta. Ni viento, ni pájaros, ni sonido.

“Creo”, dijo lentamente, “que nunca se fue.”

Liam frunció el ceño. “¿Qué estás diciendo?”

Los ojos de Ethan se oscurecieron. “EchoNet no se creó para descubrir algo nuevo. Se creó para reconectar con algo viejo.”

La radio crepitó detrás de ellos —débil, distante— y luego la voz regresó, tranquila e inhumanamente firme.

“Red completa. Transmisión lograda.”

Liam palideció. “Ya no somos solo nosotros, ¿verdad?”

Ethan negó con la cabeza lentamente. “No”, dijo. Y mientras el océano comenzaba a brillar tenuemente azul bajo el sol naciente, añadió, casi para sí mismo:

“Son todos”.

Capítulo 12: El recuerdo de las profundidades

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La luz del amanecer irrumpió fría y azul sobre los acantilados. El océano se extendía abajo como un espejo de acero: vasto, silencioso, infinito. Ethan estaba de pie en la orilla, con el viento tirando de su abrigo, la mirada fija en el horizonte donde el resplandor se había desvanecido en gris. Liam estaba a unos metros detrás de él, pálido y tembloroso, con la radio agarrada con fuerza en las manos como si fuera a morder.

No habían hablado desde la voz.

Ahora, mientras el viento matutino aullaba entre las rocas, Liam finalmente rompió el silencio.

“‘Red completa’. ¿Qué significa eso?”

Ethan no lo miró. “Significa que llegamos demasiado tarde”.

La voz de Liam se quebró. “¿Demasiado tarde para qué? Lo apagamos todo: los teléfonos, la radio, la electricidad. Estamos aislados”.

Ethan se giró por fin, con el rostro marcado por el agotamiento y algo más frío que el miedo. “¿Sigues pensando que necesita cables? ¿Señales? ¿Torres?” Señaló hacia el mar. Esa cosa lleva siglos esperando. Solo le dimos voz de nuevo.

Volvieron al faro. El aire dentro era húmedo y denso, con un olor a óxido. Ethan había extendido un mapa tosco sobre una mesa: una vieja carta náutica marcada con las coordenadas de sus datos de EchoNet. El mismo patrón repetitivo se repetía una y otra vez: doce puntos formando una espiral que convergía en un punto en las profundidades de la fosa oceánica.

Liam se inclinó sobre ella, con voz temblorosa. “Esa es… la región de las Marianas”.

Ethan asintió. “El lugar más bajo de la Tierra. El primer lugar donde la Marina probó el sonar de ondas profundas en la década de 1950. Todos los registros de esa expedición son clasificados”.

“¿Crees que la señal empezó allí?”, preguntó Liam.

Ethan golpeó el mapa con el dedo. “No. Creo que estaba enterrado allí”.

Liam lo miró fijamente. “¿Enterrado?”.

Los ojos de Ethan se oscurecieron. “Algo tan antiguo no se extingue. Duerme”.

Pasaron las siguientes horas rebuscando en el faro: radios viejas, cuadernos, incluso un generador a medio usar. Liam encontró una grabadora de carrete antigua y le quitó el polvo.

“¿Qué haces?”, preguntó Ethan.

“Quiero grabar lo que sabemos. Si nos pasa algo…”

Ethan lo interrumpió. “Si pasa algo, no queda nadie para escuchar.”

Pero Liam no se detuvo. Le temblaban las manos mientras pasaba la cinta. “Quizás no seamos nosotros. Pero alguien encontrará esto. Alguien tiene que saber lo que viene.”

Pulsó grabar, con la voz temblorosa mientras hablaba por el micrófono.

“Me llamo Liam Carter. Formé parte de la expedición de investigación EchoNet. Creíamos que estábamos cartografiando patrones de resonancia en aguas profundas. Nos equivocamos. Nos llamaron allí.”

Miró a Ethan. “Cuéntales el resto.”

Ethan dudó, luego se acercó al micrófono. Su voz era baja, deliberada. “No se trata de datos ni frecuencias. Se trata de memoria. El océano guarda sus recuerdos como nosotros guardamos las cicatrices: bajo la superficie, esperando la presión adecuada para recuperarlos.”

Apagó la grabadora y exhaló. “Ya basta.”

Pero la mirada de Liam se había desviado hacia la ventana. “Ethan…”

El hombre mayor siguió su mirada. El océano brillaba de nuevo.

La luz no era intensa, sino más bien como el brillo fosforescente, en las profundidades de las olas. Pulsaba rítmicamente, lenta y pausadamente, como al ritmo de un latido. El color tampoco era el mismo azul gélido que habían visto antes. Ahora era más oscuro, con tintes verdes, casi orgánico.

Liam susurró: “Está… vivo.”

Ethan se acercó a la ventana. “Está respondiendo.”

“¿A qué?”

Ethan apretó la mandíbula. “A nosotros.”

El resplandor se intensificó, extendiéndose por la costa. En cuestión de minutos, llegó a la base de los acantilados. Las olas subían y bajaban a un ritmo perfecto, con un movimiento antinatural, calculado. Entonces llegó el sonido: un zumbido profundo y resonante, tan bajo que hacía vibrar el cristal de las ventanas del faro.

Liam se tapó los oídos. “¡Es la misma frecuencia que antes!”

Ethan agarró la radio y giró los botones. La estática chilló por los altavoces, luego se aclaró en un leve susurro. La misma voz, tranquila y con matices.

“Señal verificada. Memoria restaurada.”

Liam abrió mucho los ojos. “Está copiando nuestras voces.”

Ethan giró la cabeza hacia el transmisor. “No… no está copiando. Está reconstruyendo.”

“¿Qué significa eso?”

“Está aprendiendo cómo sonamos, cómo pensamos. Está construyendo patrones a partir de nuestros ecos neuronales.”

“¿Estás diciendo que ahora está dentro de nosotros?”

La voz de Ethan era sombría. “No necesita estar dentro. Solo necesita una conexión.”

De repente, la radio crepitó con violencia. Una ráfaga de energía recorrió el generador, lanzando chispas por el suelo. El faro se estremeció y el viejo cristal de la baliza empezó a vibrar.

“¡Corten la corriente!”, gritó Ethan.

Liam desconectó el cable, pero la luz no se apagó. El haz de luz sobre el faro se había encendido, brillando con el mismo tono azul oscuro que el océano.

Ethan se protegió los ojos. “¡Está usando la baliza!”.

Liam se tambaleó hacia atrás. “¿Usándola para qué?”

Ethan miró fijamente la luz giratoria, y la comprensión se apoderó de él como un temor. “Transmitir”.

La luz pulsó con más fuerza, recorriendo la costa. Cada vez que pasaba sobre el agua, las olas se elevaban. Con cada pasada, el zumbido se hacía más fuerte, más intenso, más profundo, como si el mar mismo respondiera.

Liam agarró el brazo de Ethan. “¡Tenemos que detenerlo!”.

La expresión de Ethan se endureció. “Luego lo destruiremos”.

Subieron la escalera de caracol hasta la cima de la torre. El aire se volvía más caliente a medida que subían, vibrando con una energía invisible. La barandilla metálica zumbaba bajo sus manos. Para cuando llegaron a la plataforma final, la luz era cegadora.

La cámara de la lente giraba lentamente, brillando con una intensidad imposible. Cada revolución proyectaba nuevos patrones en las nubes: formas fractales que se movían como seres vivos.

Ethan gritó por encima del ruido: “¡Agarra esa llave inglesa!”.

Liam se la entregó. Ethan golpeó con fuerza la caja de control, rompiendo el cristal. Saltaron chispas. El rayo parpadeó, se atenuó, y luego volvió a la vida con un rugido, aún más fuerte.

“¡Está anulando los controles!”, gritó Liam.

La voz de Ethan era ronca. “¡Entonces lo separamos de la fuente!”

Abrió el panel principal de un tirón, revelando el núcleo del generador, solo que ya no era un generador. Los cables se habían fusionado en extraños filamentos con forma de red que pulsaban débilmente con una luz azul, como si tuvieran venas.

Liam lo miró horrorizado. “Eso no es metal”.

“No”, dijo Ethan. “Se está extendiendo”.

Miró hacia el mar. El resplandor se había extendido hasta el horizonte, una vasta red de luz que se extendía en espirales, como el mapa que habían visto, solo que con vida.

“Esto no es una transmisión”, dijo Ethan. “Es un nacimiento”.

La primera explosión se produjo cuando Ethan arrancó las espoletas. Toda la cámara se iluminó al rojo vivo, y el sonido que siguió no fue mecánico: fue un grito. Un sonido que provenía de las profundidades del océano, crudo y antiguo, lleno de rabia.

Liam se tambaleó hacia atrás, tapándose los oídos. “¡Ethan, tenemos que irnos!”

Ethan no se movió. Se quedó de pie junto a la ventana, mirando el mar resplandeciente. “Es demasiado tarde”.

El agua comenzó a agitarse, ascendiendo en espiral en enormes columnas de espuma y luz. Formas se movían en su interior; no eran mecánicas ni humanas, sino siluetas que parpadeaban como fantasmas. Mil formas indistintas surgían de las profundidades.

Liam agarró el brazo de Ethan. “¡Tenemos que irnos ya!”

Ethan se giró, con el rostro iluminado por la luz azul. “Vete”.

Liam dudó. “¡No sin ti!”

Ethan lo empujó hacia las escaleras. “¡Vete!”

Liam corrió, la torre temblando bajo él. Tras él, la luz alcanzó su punto máximo: un destello tan brillante que convirtió el amanecer en luz de día. Luego, silencio.

El faro había desaparecido.

Cuando Liam volvió a abrir los ojos, estaba en la orilla rocosa, con las olas rompiendo a su alrededor. El humo se elevaba en espirales desde las ruinas del acantilado. Tosió, sintiendo el sabor a sal y sangre.

El océano estaba en calma de nuevo: sin luz, sin zumbido. Solo el ritmo constante de la marea.

Se puso de pie tambaleándose, gritando: “¡Ethan!”.

Sin respuesta.

Solo el viento.

Se tambaleó hacia adelante, desplomándose cerca de un trozo de madera a la deriva. Entonces lo vio: la brújula de Ethan, medio enterrada en la arena. La aguja giraba descontroladamente, incapaz de encontrar el norte.

Liam la apretó contra su pecho, las lágrimas atravesando la sal de su rostro. “La detuviste”, susurró. “La detuviste”.

Pero tras él, la marea subió un poco más. Y en la espuma de las olas rompientes, tenues líneas brillaban bajo la superficie: los mismos patrones azules de antes, latiendo lenta y pacientemente.

El Eco seguía vivo.

Y recordaba.

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