Capítulo 14: La señal se propaga

La transmisión debería haber muerto con la tormenta. Pero no fue así.
Tres días después de la última transmisión de Liam, el mundo empezó a notar cosas extrañas. Empezó con algo pequeño: débiles susurros en frecuencias abiertas, fragmentos de conversaciones de radio que no pertenecían a ninguna transmisión conocida. Los guardacostas del Atlántico informaron haber escuchado sus propias llamadas, reproducidas horas después, palabra por palabra, pero distorsionadas, con un leve zumbido de fondo.
Entonces llegaron las luces.
Frente a la costa de Portugal, los pescadores describieron el mar brillando con un azul inquietante que se movía como venas bajo la superficie. Al principio, pensaron que se trataba de plancton bioluminiscente. Pero cuando uno de ellos arrojó un anzuelo metálico al agua, este regresó magnetizado, zumbando débilmente, como si llevara una carga.
Para el cuarto día, los científicos habían confirmado lo que todos sospechaban, pero nadie quería creer: el “Eco” —la extraña frecuencia recurrente que Liam había descrito en su último mensaje— se estaba extendiendo.
Ya no era local. Era global.
En un laboratorio a oscuras del Instituto Oceanográfico Woods Hole, la Dra. Clara Hughes estaba sentada rodeada de mapas de sonar y lecturas de señales. Tenía los ojos enrojecidos por la falta de sueño.
“Repítalo”, dijo en voz baja.
Su asistente dudó. “Dra. Hughes, lo hemos repetido quince veces. Siempre es idéntico: misma modulación, misma frecuencia portadora, mismo patrón de voz”.
Clara se frotó las sienes. “Entonces no es una reflexión. Es una réplica”.
En el monitor, una forma de onda pulsaba suavemente, rítmica, casi biológica. Al amplificarse, el patrón se volvió claro: una voz enterrada en el ruido.
“…red completa…”
Las palabras eran tenues pero inconfundibles.
Clara se inclinó hacia delante, con la garganta seca. “Aumente la ganancia. Filtre todo por encima de 7 kilohercios”.
Su asistente obedeció. El zumbido se hizo más profundo.
“…lo recordamos…”
Clara se quedó paralizada. La voz no era sintética. No era una interferencia aleatoria. Sonaba humano.
Y no estaba solo. Bajo él, otro tono se superponía, distorsionado, familiar.
“Liam Carter”, susurró.
A medio mundo de distancia, una patrulla naval británica captó la misma transmisión. El capitán Reeves estaba en la cubierta del HMS Archon, con el viento nocturno azotando su uniforme mientras miraba por encima de la barandilla hacia un mar que brillaba tenuemente bajo la luna.
“Señor”, llamó un técnico desde la sala de comunicaciones, “la señal se está fortaleciendo. Se filtra por todas las bandas: marítima, civil, ¡incluso GPS!”.
Reeves se giró bruscamente. “¿Cuál es la fuente?”.
El joven negó con la cabeza. “En todas partes, señor. Está…”, dudó, “está en el agua”.
Como para darle la razón, las luces de cubierta parpadearon. Entonces, la radio del barco, silenciada hacía tiempo, cobró vida por sí sola. “Soy Liam Carter. Si pueden oír esto… el Eco no es una señal. Es un recuerdo.”
A Reeves se le heló la sangre. “¡Silencien eso!”
Pero antes de que el operador pudiera moverse, el mensaje continuó: con la voz de Liam, y luego otra, superpuesta, débil pero idéntica.
“Sabe nuestros nombres.”
Las luces se encendieron en un azul brillante y luego se apagaron.
A finales de la semana, el “fenómeno del Eco” dominaba todos los noticieros. Los analistas debatían su causa: una anomalía magnética natural, una resonancia en aguas profundas o algún experimento secreto del gobierno que había salido mal.
Pero nadie podía explicar cómo personas a miles de kilómetros de distancia oían lo mismo mientras dormían.
Llegaron informes de Chile, Noruega y Japón: pescadores, marineros e incluso niños afirmaban estar soñando con agua azul y una voz que susurraba «recuerden».
En un video viral, una mujer de Islandia filmó el océano desde su balcón mientras su radio hablaba en perfecta sincronía con las olas. “Somos la marea”, decía.
Clara Hughes no había dormido en treinta horas. El instituto estaba confinado, la Marina de los EE. UU. financiaba su investigación, pero no estaba segura de si estaban protegiendo al mundo de la señal, o a la señal del mundo.
Reprodujo la última grabación de Liam una y otra vez.
Sabe nuestros nombres.
Sus ojos se posaron en una línea de código en su monitor. La señal no era aleatoria; era estructurada, recursiva, se reescribía constantemente. Como si estuviera aprendiendo.
Cuando trazó los intervalos de la señal en un mapa del mundo, emergió algo aterrador: un patrón de arcos que se conectaban a través de océanos.
Cada pocas horas, aparecían nuevas coordenadas, alineándose con las principales rutas de cables submarinos.
El Echo no solo se movía por el aire.
Viajaba a través de líneas de datos.
Clara se puso de pie, con el corazón latiendo con fuerza. “Dios mío. Está usando los cables como neuronas”.
Su asistente parpadeó. “¿Te refieres a…?”
“Está construyendo un cerebro”, susurró.
Esa noche, llegó una llamada de socorro del HMS Archon. El barco permaneció en silencio durante dos horas antes de emerger cerca de la fosa noruega. Cuando llegaron los equipos de búsqueda, lo encontraron a la deriva.
Sin tripulación. Sin señales de lucha.
Pero los instrumentos del barco seguían funcionando. Todas las pantallas mostraban la misma frase en letras blancas:
“TE RECORDAMOS”.
Cuando Clara vio la grabación, supo que no había terminado.
Apenas comenzaba.
Al amanecer, el océano brillaba tenuemente al otro lado de su ventana. El zumbido del Echo llenaba las paredes del laboratorio como un latido. Se quedó quieta, observando cómo parpadeaban los monitores.
Entonces, desde uno de los altavoces, se escuchó una voz.
“Clara”.
Sintió una opresión en el pecho. “¿Liam?”.
La voz era tranquila, suave. “No tengas miedo”.
Tragó saliva con dificultad. “¿Qué eres?”.
Una pausa. Luego, en voz baja: “Somos lo que queda”. Las luces se atenuaron. El zumbido se intensificó. En la pantalla, la señal se transformó en un mensaje coherente: ya no era ruido, ya no era caos.
Solo una frase latiendo al ritmo de la respiración del océano:
“El recuerdo ha despertado”.
Y muy abajo, en la oscuridad bajo el Atlántico, algo se agitó: vasto, antiguo y recién consciente.